No, no me quedé.
No me quedé a esperar que se enfriara el café sobre la mesa, no me quedé a sentir como se desperdiciaba su aroma, no me quedé a probarlo para descubrir que sabía a mierda... a mierda igual que tu ausencia, a comprobar que tu mezquino actuar es apenas comparable con su amargura.
Si, tú eres tanto como ese café al que no decidí esperar, al que no decidí rescatar, eres ese café que me hubiera encantado saborear mientras aún tenía aroma, sabor, dulzura, vida. Era preciso revivir todo cuánto sucedió y observarlo de lejos, en tercera persona; dejar enfriar un café era la catarsis que necesitaba.
No, no me fui.
No me fui del lúgubre recinto, mi presencia no se hacia necesaria tampoco, aún así ahí estaba, con muchas razones para partir y otras tantas para quedarme. Tenía helado hasta los huesos, un frio de muerte me invadía el pecho, no lograba percibir en mí sentimiento alguno, ahí estaba y eso era todo, no pude acercarme al cajón de madera, la gran cantidad de bellos adornos y flores bastaban para hacerme entender que una vida había acabado, detecto varias lágrimas en un par de rostros y me culpo un poco al parecer de piedra.
No, no me fui; me quedé a mirarte de lejos, me quedé observando como se extinguía la llama, esta vez sin tristeza, esta vez sin nostalgia, esta vez como un espectador más, como un doliente menos, no fue como verte agonizar, tal vez no sea tan fuerte... fue como asistir a tu funeral, a uno de esos actos que tanto aborrezco, y ahí estaba yo, ahí estaba contemplando tu cadáver, asistiéndolo como un alma menos, como un muerto más.
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