Ya voy llegando a la página final, se acerca el momento de despedirme de la ciudad que me vio nacer de nuevo, de las calles en las que me perdí una y otra vez, en las que temblé al no saber usar el GPS.
Adiós al mercado más colorido, el más alegre y de olores más fuertes, hasta pronto a los artistas callejeros colmados de talento, al muro en el que juré pegar un chicle aunque me muriera del asco, a los clásicos ramos que se comparten los enamorados, adiós al primer Starbucks y su loca fila que nunca mereció mi tiempo, adiós a los artesanos, agricultores y pescadores. A la rueda de los enamorados y el waterfront que sigue inspirando a todo quien lo visita. A los paisajes con ferrys, a las montañas Olímpicas, a los atardeceres de Golden Gardens y los románticos dates en Gas Works Park.
Mis botas y chaqueta de lluvia ya están en mi maleta, juro algún día usarlas de nuevo.
Adiós al clima perfecto, a la gente de buena vibra y libertad pura. Adiós al cielo gris y la lluvia boba. Al sol más deseado del mundo y a la montaña nevada más esquiva del Pacific Northwest.
Adiós a mi paraíso de montañas y agua dulce. A los lagos de azul profundo en los que definitivamente la vida era más sabrosa.
Adiós a los amigos que fueron nada menos que familia, adiós a los amores de una noche y a mi guapo del verano. Adiós gente loca y descomplicada, adiós a la tierra de tolerancia y equidad, a los que nunca les falta una sonrisa ni ganas de salir a trotar.
Adiós a las Dick’s de un dólar, al carrito de perros, a Thai Tom y los múltiples sitios de Brunch
Hasta pronto Seattle, ciudad esmeralda. Escuché alguna vez que uno vuelve a los lugares en los que amó la vida y te confieso que no sabía que se podía amar tanto hasta que te conocí. Me llevo tu esencia en el corazón.
No me pregunten qué cambió, sería más fácil responderles qué no lo hizo.
Adiós a la ciudad que me devolvió la vida, a la que me regaló a mí misma. Me llevo mi coraje, mi sed de aventura, mis ganas de errar y seguir adelante, mi poca vergüenza y mi nulo interés por las cosas superficiales, me llevo el aroma a café y pasión por la lectura. Me llevo mi casa de 27 dólares y las obsesión por ver cada noche la vía láctea, me llevo la única pieza que cuelgo para amoblar mi casa. Me llevo mis ganas locas de cerveza y las
mil historias que son suficiente para pasar un par de noches en vela. Me llevo la sed de comerme al mundo y la certeza de que no me queda grande. La satisfacción de haber descubierto que mis barreras mentales no eran más que una construcción social del país que me vió nacer y la tranquilidad de saber que cualquier trabajo es honra cuando es el puente a nuestros sueños.
Me voy consciente de que esta vida no es ni siquiera un ratico y que entre más vivimos más rápido corre el reloj, que respiramos para hacer valer cada maldito segundo y que no hay excusa suficiente para no valorar la magia de cada día.
El mundo es grande y mi edad es corta, aún me falta recorrer el mundo pero Seattle siempre será mi cuna, el amanecer que me abrió los ojos, la lluvia que me dio un propósito y el viento que impulsó mis alas.
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